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sábado, 14 de enero de 2012

Lo que sigue, es una carta que envió mi amigo y colega Kiki Álvarez al blog La Pupila Insomne y que yo reespondí a su correos particular y ahora Juan Antonio García  publica con su respuesta. Como va para largo la cosa, pues el ánimo de Juan Antonio es promover el debate y el hábito de escucharnos respetuosamente y sin que no haya una voz más alta que la otra. Empiezo con la carta de Kiki y abajo, va mi respuesta y en otro la de Juany. Disfruten.

Kiki Álvarez. Realizador cinematográfico 
   El árbol, el verbo, y el cine cubano.

En 1960, cuando el ICAIC era joven, una institución joven, Tomás Gutierrez Alea, le escribía cartas a Alfredo Guevara para contarle las peripecias de su rodaje de Historias de la Revolución y compartir ideas sobre el diseño de producción que debía, entonces, desarrollar el Cine Cubano. En una de ellas, fechada el 30 de mayo en Santa Clara, pedía liberar a Julio García Espinosa de las responsabilidades que lo alejaban de la prefilmación de su película Bertillón y comentaba:
   Es muy posible que Julio no esté totalmente de acuerdo conmigo en todo esto que hablo. Él piensa que lo importante es hacer películas y llevar adelante todas las demás actividades del Instituto. El está dispuesto a sacrificar gran parte del tiempo que necesita para hacer una película de calidad, para intervenir en otras actividades que también son necesarias. Creo que no está de más seguir discutiendo esta postura. Yo opino que es más importante hacer algunas buenas películas, y que para eso es necesario sacrificar otras actividades. En definitiva,  tenemos otro problema en Cuba: tenemos que hacer buenas películas con un mínimo de presupuesto para poder desarrollar una industria estable.
   Entonces eran otros tiempos y el ICAIC estaba poblado de cineastas intelectuales que sentían y asumían su protagonismo y su responsabilidad con el desarrollo industrial y artístico del Cine Cubano. Eran jóvenes repletos de sueños y su energía acompañaba el estallido de una utopía social que se multiplicaba en la expresividad de un pueblo que se gustaba a sí mismo, a pesar de los desgarramientos. Por eso Julio y Titón, cada uno eligiendo su camino y su modo de hacer, no dejaron de dialogar nunca con Alfredo, aunque sus posiciones los llevaran a enfrentamientos, contradicciones y rupturas que si alguna vez parecieron o fueron irreconciliables, no dejaron nunca de pensar a nuestro Cine y a su institución.
    Pero la historia no se mantiene con el recuerdo de sus momentos fulgurantes, y cincuenta y dos años después es impensable escribir o recibir una carta así. Es impensable porque no hay tradición, porque no hay intercambio, porque no hay interlocutores, porque no hay protagonismo, ni compromiso, ni rabia, ni admiración, ni respeto, ni confianza, ni audacia, ni complicidad. Murió Titón y lo que impera entre nosotros, es el egoísmo, la incertidumbre, el escepticismo, el miedo, el acomodo, los rumores de pasillo, el sálvese quien pueda: unos para la historia (su historia) y otros para la supervivencia y la posthistoria. Con un pasado que pasó, no tenemos presente porque lo estamos desmontando.
    Cuando el ICAIC era aquel ICAIC, los cineastas eran cineastas y eran los responsables del diseño de su proyecto; eso fue así durante muchos años, hasta que poco a poco, el proyecto y los cineastas fueron diluyéndose en las circunstancias del deterioro institucional del país que, junto a la aparición de alternativas de formación y producción minaron la exclusividad de su existencia, pero que en ningún caso, me refiero al ICAIC de hoy, indican la pertinencia de su desaparición.

    ¿Dónde comenzó la decadencia? ¿Con la disolución de los grupos de creación? ¿Por el cierre del noticiero ICAIC? ¿A partir de las normativas que impusieron las coproducciones? ¿Con la proliferación de nuevas tecnologías? ¿Por la aparición de nuevos centros de formación? ¿Bajo el impulso de nuevos actores sociales? Las respuestas solo importan si permiten afrontar, entender y operar en el momento actual. El pasado solo es útil cuando ayuda a vislumbrar un futuro.    
    De cualquier manera, lo que parece claro, es que el diseño de producción del ICAIC tiene que actualizarse y evolucionar hacia formas más dinámicas y comprometidas con el resultado final de sus procesos industriales y artísticos, porque una película es un producto cultural que requiere una estrategia y un seguimiento que perciba su finalidad y condicione las pautas de su realización.
    En el ICAIC vigente, y como consecuencia de una estructura cosificada, el Director de Producción del Instituto es, además de jefe de empresa con todas las obligaciones que eso supone, el Productor Ejecutivo que diseña la estrategia de realización de cada película (previamente aprobada por la dirección del Instituto), para que la producción la ejecute un Director de Producción designado o solicitado por el realizador del film en cuestión.  Encargados de producir la filmación de una película, estos productores, más bien administradores de un presupuesto, suelen trabajar más por afiliación con el Realizador, que por la identificación con un proyecto que después está obligado a abandonar en su etapa de postproducción. Entonces los sustituye la figura del Director de Postproducción que maneja la finalización de varias películas a la vez, sin llegar a conocer muy bien ninguna porque no ha participado en su gestación.
    ¿Entonces con quien dialoga el Realizador? ¿Cuál es su interlocutor real? Si tú tienes un proyecto, tienes que presentarlo para que un comité de lectores o la dirección del instituto lo apruebe o rechace sin que los criterios que se manejan para una decisión u otra estén muy claros y se les de seguimiento. Por eso, si te lo aprueban, tu proyecto pasa al Director de Producción que diseña su realización sin tener en cuenta posibles mercados, ni estrategias de lanzamiento, ni gastos de promoción, ni recorridos de festivales, porque para cada una de estás tareas hay oficinas especializadas en el ICAIC, que el realizador tendrá que visitar con la obstinación, la perseverancia y la soledad de un corredor de fondo, para descubrir, extenuado al final, que en ninguna conocen bien, ni tienen prevista una estrategia para su película, ni cuentan con un presupuesto para sus actividades, porque tampoco participaron en su gestación. Y así fue desde siempre, un modelo centralizado que nunca propició el desarrollo y la sucesión de sus funcionarios porque nunca les creó espacio de trabajo y confianza para su crecimiento profesional. Por eso hoy, por ejemplo, cualquier productor joven, graduado del ISA o de la EICTV de San Antonio de los baños, está mejor preparado para realizar todas estas actividades en conjunto, que cinco o seis especialistas del ICAIC a la vez. 
    Entonces, ¿qué hacer? No podemos volver al ICAIC que fue, porque ni siquiera somos el país que fuimos. El viejo modelo de un Instituto con control universal de la producción y distribución de Cine en Cuba, hace aguas; no se trata siquiera de que ya todas las películas no se rueden con producción ICAIC, sino lo que es mucho peor, el pésimo estado físico de las salas de proyección y su equipamiento amateur, no logran establecer  una diferenciación de calidad, con el comercio ilegal de copias altamente comprimidas (cinco largometrajes en un DVD) que mucha gente prefiere consumir y coleccionar en sus casas. Es una crisis, y es una crisis mucho más esencial que la defensa de los derechos de autor, o el copyright de las productoras; se trata de la implosión de los espacios culturales y la muerte de la incidencia cultural y social del cine cubano.
    Por eso no basta con una Semana de Cine Cubano, por muy abierta, interactiva y reflexiva que se proponga ser; será volvernos a mirar el ombligo, y a malgastar recursos mientras el sistema colapsa en dos de sus pilares básicos: la producción (y su anarquía) y el consumo (y su deterioro tecnológico y cultural). Esas, creo, son las tareas sobre las que el ICAIC debe centrar su refundación y no perderse en la creación de un nuevo evento que por sus características y objetivos puede y debe ser organizado por la UNEAC y sus asociaciones de críticos y realizadores audiovisuales.
    La situación de la Institución Cine en Cuba, no es un problema a afrontar y solucionar solo por el ICAIC; compete al Ministerio de Cultura, y a todas las instituciones y grupos “independientes” implicados en las múltiples estrategias y formas de producción que coexisten en nuestro actual panorama cultural.  Y compete a los cineastas, a cada uno de nosotros, hagamos las películas que hagamos, estemos en la posición que estemos.
    Desde hace poco más de un año fuera del ICAIC se rumorea (se anuncia) una sucesión en la Presidencia, un cambio de poder, sobre el que nadie consulta a los cineastas, a todos, como si los cineastas no tuviéramos nada que decir sobre la institución por la que hemos apostado nuestros destinos creativos y nuestra vida profesional.
    A eso nos ha llevado el paternalismo, el yo pienso por ti, el yo decido por ti, el yo vigilo por ti; a eso nos ha llevado, nuestra desidia, nuestro acomodo, nuestra irresponsabilidad, el no ser protagonistas, el no ser Titón y luchar por hacer y el cómo hacer nuestras películas, o el no ser Julio y hacer otras actividades que garanticen la continuidad de nuestro cine y la sobrevivencia de un proyecto.
    ¿Qué pasó que no hubo una generación que continuara, actualizara y renovara la obra de nuestros fundadores? ¿Quién o quiénes provocaron el sismo? ¿Dónde hay un diseño, una previsión, una estrategia que garantice el próximo paso? ¿Por qué vivimos de reacciones que desgarran y no de acciones que nos unifiquen?
    Hoy el Cine Cubano ya no empieza en el ICAIC, ni termina en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, no podemos suponerle un recorrido tan corto y mucho menos un único recorrido; la discusión, creo, debía ser otra que pase por una reflexión sobre el cine que se está produciendo, en qué condiciones y para qué se hace, su interacción social, sus aspiraciones creativas, sus estrategias productivas y comerciales, su preservación, su finalidad cultural. 
    Vivimos en un país y en un momento que no está para jueguitos de salón, ni confrontaciones estériles, y yo voto porque nuestras instituciones promuevan y recuperen a sus individuos más capaces y talentosos. Voto porque el compromiso, el desvelo, el conocimiento, la inteligencia y la capacidad estratégica sean los dones de la fiabilidad política. Voto porque los dirigentes trabajen contra resultados, o al menos contra proyectos de desarrollo a mediano plazo. Voto porque el dirigente me mire a los ojos y me diga lo que piensa de mí, lo que espera o no de mí, y yo pueda decirle lo mismo, porque confío en su gestión y la apruebo.   
    Ya no se puede dirigir como se dirige a un campamento, ni encerrado en una tienda de campaña, porque vivimos en un territorio sin límites ni contornos que atraviesan redes virtuales que no se pueden controlar. Entonces hay que dirigir menos y coordinar mucho más. A nadie le interesan los discursos unilaterales; hoy los relatos se construyen en la interacción, en la acción y reacción de una cháchara virtual que hace del mundo un rizoma infinito, sin categorizaciones, ni estatus, que no sean estar o no estar conectados. Hamlet y su dilema, el to be or not to be, mutaron a una paradoja virtual.
    Si entras a facebook, yo lo hago a través de una institución cuando puedo, los conectados (hablo de cubanos) casi siempre tienen un debate virtual, un parloteo incesante que suple distancias, soledades, frustraciones, y esa necesidad casi lujuriosa de dibujar nuestros cuerpos estemos donde estemos, vivamos donde vivamos, pensemos lo que pensemos. Entre cubanos Internet se pone caliente, la red virtual se vuelve un solar, y uno que entra y sale de manera discontinua siente que se está perdiendo algo, que no estar conectado te convierte en un no ser.
    Ser es ser percibido decía Berkeley, y es ser escuchado, agregaría yo, y es ser motivado a participar, y a ser responsable con el destino de tu nación o mínimo de tu proyecto de vida. Por eso no me considero un intelectual ni actúo como tal; no se puede ser un intelectual siendo un desconectado y ya no basta sentirte responsable con tu entorno e intentar realizar una obra que dialogue con él.
    El planeta hoy es una geografía estallada y su única reconstrucción posible es uniendo fragmentos, y dibujando pequeñas fronteras y contornos, entre un cuerpo que se aproxima a otro sin perder cada uno su signo de identidad. No puede ser que tu verdad excluya la mía, cuando no parecen ser contradicciones ni principios fundamentales; y si lo son entonces vamos a discutirlos a camisa quitada, a pecho descubierto.
    El cine, regreso al cine, vive de la fragmentación, la discontinuidad y el discurrir; una película, un relato, siempre encuadra una experiencia o una emoción o una peripecia que para reafirmarse tiene que aludir al fuera de campo, al espacio off, al corte en el tiempo, a otra experiencia, a otra emoción. Por eso, mi opción es seguir haciendo un cine que niegue al cine o películas que nieguen mis propias películas o que se nieguen a sí mismas, porque lo que me importa es explorar caminos, o senderos, o rendijas que provoquen inquietud, interrogantes, y no el beneplácito de la complacencia generalizada.
    Dos patrias tienen los naturales cubanos: la luz de Cuba, la cegadora luz que definió Eliseo Diego y la oscuridad de sus cuerpos, la de esos danzantes sudorosos que Lezama elogió en su Noche insular, jardines invisibles. Con esos dos poemas y Testamento del pez de Gastón Baquero, yo quise, hace 17 años, darles un contexto espiritual, casi mítico, a los desamparados protagonistas de La ola:  -La isla puede ser una ilusión. –decía el muchacho; y su novia, la muchacha, que ya había decidido irse y ser extranjera le contestaba: -No, la isla somos nosotros mismos. Entonces creía todavía, que una voz poética o una película podían cambiar el mundo, creía en la trascendencia del arte y que mi opción, la de quedarme, contribuía a un reservorio ético y existencial que preservaba el equilibrio de la nación. Pero las evidencias son terribles. Hoy ya no espero que una película pueda mejorar a la gente y mucho menos al mundo; el cine acompaña nuestra existencia pero no la transforma; a lo sumo provoca una catarsis o nos abre un resquicio al conocimiento, pero no mucho más; demasiada crisis espiritual, demasiado pragmatismo existencial.
    Yo fui el protagonista de La ola, el joven que vio partir sus amores y amigos a sus odiseas, y aún continúa tejiendo hilos que dibujan mi espera; una espera absurda porque hay amores y amigos que ya no los son, y amores que han muerto, y otros que no logro reconocer a través de las fronteras, los años y el deterioro institucional.
    La persistencia en la identidad – escribió Lezama- tiende como a crear un doble  en la extensión.
    Entonces hay que seguir persistiendo. Y por eso en estos días, cada vez que he podido he ido al Chaplin, a ver las películas favoritas de Humberto Solas, a intentar responderme por qué le gustaban, a hurgar en la tradición, a recordar quiénes fuimos, a pensar en mi identidad, y en el ICAIC que debemos y necesitamos tener.
    Y así, casi veinte años después he vuelto a ver Sacrificio, el testamento fílmico que Andrei Tarkovski nos legó el mismo año en que yo terminaba la universidad. La historia de un actor que siembra un árbol seco y enseña a su hijo a regarlo todos los días hasta que florezca; y que después promete sacrificar todas sus propiedades y la existencia al lado de su familia, a cambio de que sus seres queridos no sufran la devastación de una guerra nuclear. Y lo hace: quema su casa y comportándose como un loco, se entrega a unos enfermeros para que lo alejen en una ambulancia de sus seres queridos, mientras su hijo, ajeno y feliz, realiza el ritual de regar el árbol.
    Entonces el niño, que no había hablado en toda la historia por una operación de la garganta, recupera su voz y mirando al cielo repite una frase que le había escuchado a su padre y se pregunta:
    En el principio fue el verbo. ¿Por qué, Papá?
    Si queremos un ICAIC que responda a las necesidades de nuestro tiempo hay que refundirlo como árbol.
    La acción es seguir regando.
    Kiki Álvarez
    La Habana, diciembre 2011 / enero de 2012.

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