Kiki Álvarez. Realizador cinematográfico |
En 1960, cuando el ICAIC era joven, una
institución joven, Tomás Gutierrez Alea, le escribía cartas a Alfredo Guevara
para contarle las peripecias de su rodaje de Historias de la Revolución y
compartir ideas sobre el diseño de producción que debía, entonces, desarrollar
el Cine Cubano. En una de ellas, fechada el 30 de mayo en Santa Clara, pedía
liberar a Julio García Espinosa de las responsabilidades que lo alejaban de la
prefilmación de su película Bertillón y comentaba:
Es muy posible que Julio no esté totalmente de acuerdo
conmigo en todo esto que hablo. Él piensa que lo importante es hacer películas
y llevar adelante todas las demás actividades del Instituto. El está dispuesto
a sacrificar gran parte del tiempo que necesita para hacer una película de
calidad, para intervenir en otras actividades que también son necesarias. Creo
que no está de más seguir discutiendo esta postura. Yo opino que es más importante
hacer algunas buenas películas, y que para eso es necesario sacrificar otras
actividades. En definitiva,
tenemos otro problema en Cuba: tenemos que hacer buenas películas con un
mínimo de presupuesto para poder desarrollar una industria estable.
Entonces eran otros tiempos y el ICAIC estaba poblado
de cineastas intelectuales que sentían y asumían su protagonismo y su
responsabilidad con el desarrollo industrial y artístico del Cine Cubano. Eran
jóvenes repletos de sueños y su energía acompañaba el estallido de una utopía
social que se multiplicaba en la expresividad de un pueblo que se gustaba a sí
mismo, a pesar de los desgarramientos. Por eso Julio y Titón, cada uno
eligiendo su camino y su modo de hacer, no dejaron de dialogar nunca con
Alfredo, aunque sus posiciones los llevaran a enfrentamientos, contradicciones
y rupturas que si alguna vez parecieron o fueron irreconciliables, no dejaron
nunca de pensar a nuestro Cine y a su institución.
Pero la historia no se mantiene con el recuerdo
de sus momentos fulgurantes, y cincuenta y dos años después es impensable
escribir o recibir una carta así. Es impensable porque no hay tradición, porque
no hay intercambio, porque no hay interlocutores, porque no hay protagonismo,
ni compromiso, ni rabia, ni admiración, ni respeto, ni confianza, ni audacia,
ni complicidad. Murió Titón y lo que impera entre nosotros, es el egoísmo, la
incertidumbre, el escepticismo, el miedo, el acomodo, los rumores de pasillo,
el sálvese quien pueda: unos para la historia (su historia) y otros para la
supervivencia y la posthistoria. Con un pasado que pasó, no tenemos presente
porque lo estamos desmontando.
Cuando el ICAIC era aquel ICAIC, los cineastas
eran cineastas y eran los responsables del diseño de su proyecto; eso fue así
durante muchos años, hasta que poco a poco, el proyecto y los cineastas fueron
diluyéndose en las circunstancias del deterioro institucional del país que,
junto a la aparición de alternativas de formación y producción minaron la
exclusividad de su existencia, pero que en ningún caso, me refiero al ICAIC de
hoy, indican la pertinencia de su desaparición.
¿Dónde comenzó la decadencia? ¿Con la disolución
de los grupos de creación? ¿Por el cierre del noticiero ICAIC? ¿A partir de las
normativas que impusieron las coproducciones? ¿Con la proliferación de nuevas
tecnologías? ¿Por la aparición de nuevos centros de formación? ¿Bajo el impulso
de nuevos actores sociales? Las respuestas solo importan si permiten afrontar,
entender y operar en el momento actual. El pasado solo es útil cuando ayuda a
vislumbrar un futuro.
De cualquier manera, lo que parece claro, es que
el diseño de producción del ICAIC tiene que actualizarse y evolucionar hacia
formas más dinámicas y comprometidas con el resultado final de sus procesos
industriales y artísticos, porque una película es un producto cultural que
requiere una estrategia y un seguimiento que perciba su finalidad y condicione
las pautas de su realización.
En el ICAIC vigente, y como consecuencia de una
estructura cosificada, el Director de Producción del Instituto es, además de
jefe de empresa con todas las obligaciones que eso supone, el Productor
Ejecutivo que diseña la estrategia de realización de cada película (previamente
aprobada por la dirección del Instituto), para que la producción la ejecute un
Director de Producción designado o solicitado por el realizador del film en
cuestión. Encargados de producir la
filmación de una película, estos productores, más bien administradores de un
presupuesto, suelen trabajar más por afiliación con el Realizador, que por la
identificación con un proyecto que después está obligado a abandonar en su
etapa de postproducción. Entonces los sustituye la figura del Director de
Postproducción que maneja la finalización de varias películas a la vez, sin
llegar a conocer muy bien ninguna porque no ha participado en su gestación.
¿Entonces con quien dialoga el Realizador? ¿Cuál
es su interlocutor real? Si tú tienes un proyecto, tienes que presentarlo para
que un comité de lectores o la dirección del instituto lo apruebe o rechace sin
que los criterios que se manejan para una decisión u otra estén muy claros y se
les de seguimiento. Por eso, si te lo aprueban, tu proyecto pasa al Director de
Producción que diseña su realización sin tener en cuenta posibles mercados, ni
estrategias de lanzamiento, ni gastos de promoción, ni recorridos de
festivales, porque para cada una de estás tareas hay oficinas especializadas en
el ICAIC, que el realizador tendrá que visitar con la obstinación, la
perseverancia y la soledad de un corredor de fondo, para descubrir, extenuado
al final, que en ninguna conocen bien, ni tienen prevista una estrategia para
su película, ni cuentan con un presupuesto para sus actividades, porque tampoco
participaron en su gestación. Y así fue desde siempre, un modelo centralizado
que nunca propició el desarrollo y la sucesión de sus funcionarios porque nunca
les creó espacio de trabajo y confianza para su crecimiento profesional. Por
eso hoy, por ejemplo, cualquier productor joven, graduado del ISA o de la EICTV
de San Antonio de los baños, está mejor preparado para realizar todas estas
actividades en conjunto, que cinco o seis especialistas del ICAIC a la vez.
Entonces, ¿qué hacer? No podemos volver al ICAIC
que fue, porque ni siquiera somos el país que fuimos. El viejo modelo de un
Instituto con control universal de la producción y distribución de Cine en
Cuba, hace aguas; no se trata siquiera de que ya todas las películas no se
rueden con producción ICAIC, sino lo que es mucho peor, el pésimo estado físico
de las salas de proyección y su equipamiento amateur, no logran establecer una diferenciación de calidad, con el
comercio ilegal de copias altamente comprimidas (cinco largometrajes en un DVD)
que mucha gente prefiere consumir y coleccionar en sus casas. Es una crisis, y
es una crisis mucho más esencial que la defensa de los derechos de autor, o el
copyright de las productoras; se trata de la implosión de los espacios
culturales y la muerte de la incidencia cultural y social del cine cubano.
Por eso no basta con una Semana de Cine Cubano,
por muy abierta, interactiva y reflexiva que se proponga ser; será volvernos a
mirar el ombligo, y a malgastar recursos mientras el sistema colapsa en dos de
sus pilares básicos: la producción (y su anarquía) y el consumo (y su deterioro
tecnológico y cultural). Esas, creo, son las tareas sobre las que el ICAIC debe
centrar su refundación y no perderse en la creación de un nuevo evento que por
sus características y objetivos puede y debe ser organizado por la UNEAC y sus
asociaciones de críticos y realizadores audiovisuales.
La situación de la Institución Cine en Cuba, no
es un problema a afrontar y solucionar solo por el ICAIC; compete al Ministerio
de Cultura, y a todas las instituciones y grupos “independientes” implicados en
las múltiples estrategias y formas de producción que coexisten en nuestro
actual panorama cultural. Y
compete a los cineastas, a cada uno de nosotros, hagamos las películas que
hagamos, estemos en la posición que estemos.
Desde hace poco más de un año fuera del ICAIC se
rumorea (se anuncia) una sucesión en la Presidencia, un cambio de poder, sobre
el que nadie consulta a los cineastas, a todos, como si los cineastas no
tuviéramos nada que decir sobre la institución por la que hemos apostado
nuestros destinos creativos y nuestra vida profesional.
A eso nos ha llevado el paternalismo, el yo
pienso por ti, el yo decido por ti, el yo vigilo por ti; a eso nos ha llevado,
nuestra desidia, nuestro acomodo, nuestra irresponsabilidad, el no ser
protagonistas, el no ser Titón y luchar por hacer y el cómo hacer nuestras
películas, o el no ser Julio y hacer otras actividades que garanticen la
continuidad de nuestro cine y la sobrevivencia de un proyecto.
¿Qué pasó que no hubo una generación que
continuara, actualizara y renovara la obra de nuestros fundadores? ¿Quién o
quiénes provocaron el sismo? ¿Dónde hay un diseño, una previsión, una
estrategia que garantice el próximo paso? ¿Por qué vivimos de reacciones que
desgarran y no de acciones que nos unifiquen?
Hoy el Cine Cubano ya no empieza en el ICAIC, ni
termina en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, no podemos suponerle un
recorrido tan corto y mucho menos un único recorrido; la discusión, creo, debía
ser otra que pase por una reflexión sobre el cine que se está produciendo, en
qué condiciones y para qué se hace, su interacción social, sus aspiraciones
creativas, sus estrategias productivas y comerciales, su preservación, su
finalidad cultural.
Vivimos en un país y en un momento que no está
para jueguitos de salón, ni confrontaciones estériles, y yo voto porque nuestras
instituciones promuevan y recuperen a sus individuos más capaces y talentosos.
Voto porque el compromiso, el desvelo, el conocimiento, la inteligencia y la
capacidad estratégica sean los dones de la fiabilidad política. Voto porque los
dirigentes trabajen contra resultados, o al menos contra proyectos de
desarrollo a mediano plazo. Voto porque el dirigente me mire a los ojos y me
diga lo que piensa de mí, lo que espera o no de mí, y yo pueda decirle lo
mismo, porque confío en su gestión y la apruebo.
Ya no se puede dirigir como se dirige a un
campamento, ni encerrado en una tienda de campaña, porque vivimos en un
territorio sin límites ni contornos que atraviesan redes virtuales que no se
pueden controlar. Entonces hay que dirigir menos y coordinar mucho más. A nadie
le interesan los discursos unilaterales; hoy los relatos se construyen en la
interacción, en la acción y reacción de una cháchara virtual que hace del mundo
un rizoma infinito, sin categorizaciones, ni estatus, que no sean estar o no
estar conectados. Hamlet y su dilema, el to be or not to be, mutaron a una
paradoja virtual.
Si entras a facebook, yo lo hago a través de una
institución cuando puedo, los conectados (hablo de cubanos) casi siempre tienen
un debate virtual, un parloteo incesante que suple distancias, soledades,
frustraciones, y esa necesidad casi lujuriosa de dibujar nuestros cuerpos
estemos donde estemos, vivamos donde vivamos, pensemos lo que pensemos. Entre
cubanos Internet se pone caliente, la red virtual se vuelve un solar, y uno que
entra y sale de manera discontinua siente que se está perdiendo algo, que no
estar conectado te convierte en un no ser.
Ser es ser percibido decía Berkeley, y es ser
escuchado, agregaría yo, y es ser motivado a participar, y a ser responsable
con el destino de tu nación o mínimo de tu proyecto de vida. Por eso no me
considero un intelectual ni actúo como tal; no se puede ser un intelectual
siendo un desconectado y ya no basta sentirte responsable con tu entorno e
intentar realizar una obra que dialogue con él.
El planeta hoy es una geografía estallada y su
única reconstrucción posible es uniendo fragmentos, y dibujando pequeñas
fronteras y contornos, entre un cuerpo que se aproxima a otro sin perder cada
uno su signo de identidad. No puede ser que tu verdad excluya la mía, cuando no
parecen ser contradicciones ni principios fundamentales; y si lo son entonces
vamos a discutirlos a camisa quitada, a pecho descubierto.
El cine, regreso al cine, vive de la
fragmentación, la discontinuidad y el discurrir; una película, un relato,
siempre encuadra una experiencia o una emoción o una peripecia que para
reafirmarse tiene que aludir al fuera de campo, al espacio off, al corte en el
tiempo, a otra experiencia, a otra emoción. Por eso, mi opción es seguir
haciendo un cine que niegue al cine o películas que nieguen mis propias
películas o que se nieguen a sí mismas, porque lo que me importa es explorar
caminos, o senderos, o rendijas que provoquen inquietud, interrogantes, y no el
beneplácito de la complacencia generalizada.
Dos patrias tienen los naturales cubanos: la luz
de Cuba, la cegadora luz que definió Eliseo Diego y la oscuridad de sus
cuerpos, la de esos danzantes sudorosos que Lezama elogió en su Noche insular,
jardines invisibles. Con esos dos poemas y Testamento del pez de Gastón
Baquero, yo quise, hace 17 años, darles un contexto espiritual, casi mítico, a
los desamparados protagonistas de La ola:
-La isla puede ser una ilusión. –decía el muchacho; y su novia, la
muchacha, que ya había decidido irse y ser extranjera le contestaba: -No, la
isla somos nosotros mismos. Entonces creía todavía, que una voz poética o una
película podían cambiar el mundo, creía en la trascendencia del arte y que mi
opción, la de quedarme, contribuía a un reservorio ético y existencial que
preservaba el equilibrio de la nación. Pero las evidencias son terribles. Hoy
ya no espero que una película pueda mejorar a la gente y mucho menos al mundo;
el cine acompaña nuestra existencia pero no la transforma; a lo sumo provoca
una catarsis o nos abre un resquicio al conocimiento, pero no mucho más;
demasiada crisis espiritual, demasiado pragmatismo existencial.
Yo fui el protagonista de La ola, el joven que
vio partir sus amores y amigos a sus odiseas, y aún continúa tejiendo hilos que
dibujan mi espera; una espera absurda porque hay amores y amigos que ya no los
son, y amores que han muerto, y otros que no logro reconocer a través de las
fronteras, los años y el deterioro institucional.
La persistencia en la identidad – escribió
Lezama- tiende como a crear un doble
en la extensión.
Entonces hay que seguir persistiendo. Y por eso
en estos días, cada vez que he podido he ido al Chaplin, a ver las películas
favoritas de Humberto Solas, a intentar responderme por qué le gustaban, a
hurgar en la tradición, a recordar quiénes fuimos, a pensar en mi identidad, y
en el ICAIC que debemos y necesitamos tener.
Y así, casi veinte años después he vuelto a ver
Sacrificio, el testamento fílmico que Andrei Tarkovski nos legó el mismo año en
que yo terminaba la universidad. La historia de un actor que siembra un árbol
seco y enseña a su hijo a regarlo todos los días hasta que florezca; y que
después promete sacrificar todas sus propiedades y la existencia al lado de su
familia, a cambio de que sus seres queridos no sufran la devastación de una
guerra nuclear. Y lo hace: quema su casa y comportándose como un loco, se
entrega a unos enfermeros para que lo alejen en una ambulancia de sus seres
queridos, mientras su hijo, ajeno y feliz, realiza el ritual de regar el árbol.
Entonces el niño, que no había hablado en toda
la historia por una operación de la garganta, recupera su voz y mirando al
cielo repite una frase que le había escuchado a su padre y se pregunta:
En el principio fue el verbo. ¿Por qué, Papá?
Si queremos un ICAIC que responda a las
necesidades de nuestro tiempo hay que refundirlo como árbol.
La acción es seguir regando.
Kiki Álvarez
La Habana, diciembre 2011 / enero de 2012.
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